La huella que el abandono del padre crea en un hijo/a produce un vacío emocional de grandes dimensiones. Este enorme agujero acaba aislando, deprimiendo y propiciando la desestructuración emocional de nuestra realidad personal a todos los niveles.
Sabemos, gracias a décadas de estudios sobre el apego, que los vínculos afectivos sanos garantizan el desarrollo de una vida plena en la que reinarán las relaciones sanas, la autoestima saludable y la seguridad y la confianza en los demás. Por su parte, el apego inseguro nos aboca a la inseguridad, a la baja autoestima y a la desconfianza en las personas que nos rodean.
Un vínculo afectivo negativo entre padres e hijos genera comportamientos destructivos y una enorme angustia. Así es que realizar un ejercicio de introspección y de posterior distanciamiento sobre este hecho nos ayudará a comprenderlo y elaborarlo para garantizar una mayor liberación emocional y, por ende, estructuración de nuestra personalidad (es decir, de nuestra manera de comportarnos con nosotros y con el entorno).
Por ello, en este artículo, vamos a tratar de aportar luz sobre esto para reconducir nuestra realidad emocional.
La dificultad de definir a un padre y la relación de abandono
En la actualidad se habla de las relaciones familiares con mayor facilidad que antaño. Sin embargo, cuando uno ha tenido que lidiar con la figura de un padre ausente que además abandonó el hogar familiar por la razón que fuera, nos toca lidiar con una definición de lo indescriptible.
Así, en estos casos, cuando a alguien le preguntan por su padre solo puede titubear, bajar la mirada y responder de manera difusa y con evasivas. Esto deja patente la dificultad que tiene definir el vacío sentimental y gestionar las cicatrices que el abandono deja en nosotros.
A este respecto debemos destacar que hay muchos tipos de abandono. De hecho, podríamos hablar de tantos tipos como casos hay en el mundo. Entre las más comunes nos encontramos con:
- El padre ausente emocionalmente pero presente de forma física. Si atendemos a la realidad socioemocional de nuestro entorno, entenderemos que esta forma de crianza ha sido muy común a lo largo de los años.
- El padre que nos abandonó antes, durante o posteriormente a nuestra infancia. El dolor del abandono físico y emocional por elección de las figuras de referencia siembra importantes semillas en nuestra maduración. Es difícil gestionar la realidad que toca vivir en estos casos. Porque.., ¿cómo asumes que una persona que debería acompañarte muchos años en tu vida elija alejarse de ti de alguna manera?
- El padre que nos abandonó física o afectivamente en la juventud o la edad adulta. Este abandono se tildará, muy probablemente, de traición. Por ello requiere una elaboración verbal muy consciente.
- La ausencia de la figura paterna en casi su totalidad. Aquí nos encontramos con varias opciones:
- El padre que murió de forma temprana y que no tuvo la posibilidad de jugar su papel en nuestra vida.
- El padre que murió pero que conocimos. En este perfil el anhelo y la idealización crearán un vacío característico.
La gestión de un vínculo destruido o destructivo
La elaboración psicológica a nivel emocional y a nivel de pensamiento no solo depende del hijo, sino del entorno en su totalidad. La sombra del padre ausente atenaza siempre, de una u otra forma, la vida familiar.
No es fácil asumir que nuestro padre, vínculo de referencia por excelencia junto con la madre, no permanezca en nuestra vida. Por ello su ausencia determina con fuerza nuestra evolución emocional.
Por otro lado es posible que, dependiendo de nuestra posición en la jerarquía familiar, algunos de los familiares asuman el rol de padres sin serlo por compasión o por necesidad; también puede ocurrir que seamos nosotros los que sintamos la presión de manejar ciertas circunstancias.
Por su parte destaca el eterno planteamiento de qué consideramos padre, una disyuntiva usual y de complicadas implicaciones. Lo natural es que el padre emocional sea también el padre que nos engendró; sin embargo, como vemos, no siempre esto es así.
De este modo, debemos destacar que dependiendo del momento evolutivo y de las circunstancias que rodeen al abandono, asumiremos ciertas cualidades, tareas, obligaciones o roles que no nos corresponden. Así, debemos destacar que:
- Si esa figura nos falta de una manera u otra en la primera infancia (0-6 años), resulta difícil lograr la plenitud emocional que requiere esta etapa en la que cimentamos nuestro crecimiento.
- Si el abandono se produjo en la segunda infancia (6-12 años), la dificultad de consolidar la base del apego saludable también se verá mermada (que no destruida). Asimismo, en la adolescencia, etapa en la que se hace fundamental tener un apoyo, una referencia y unos límites muy precisos, es fácil que se desestructure la adquisición de una identidad sólida.
- En el caso de la infancia y la adolescencia, momentos evolutivos en los que la personalidad no está estructurada, la ansiedad, la tristeza y el dolor de una pérdida marcarán de manera profunda nuestra manera de ser y de relacionarnos con el mundo.
- Esto es, dicho de otra forma, la génesis de una desestructura interna que naturalmente no debía haberse producido. Por ello es un hecho especialmente traumático que marcará nuestra esencia y nuestra manera de relacionarnos con los demás.
- Cuando el abandono se produce en la juventud e, incluso, en la edad adulta, la elaboración que se precisa adquiere otros tintes, pues la ausencia y el abandono del padre generan incongruencias en uno mismo y la manera que se tiene de establecer relaciones.
- Es habitual vernos invadidos por la inseguridad, la desconfianza y el miedo a ser traicionados. Porque el abandono fehaciente en la edad adulta acaba elaborándose rápidamente como una traición. En este momento nos toca hacer una lectura emocional mucho más consciente y, por ello, sentiremos la necesidad de ponerle palabras.
Cuando le ponemos palabras, los tintes del abandono son más crudos, pues no anestesiamos la realidad sino que, probablemente, incluso la oscurecemos aún más. Sea como sea, nuestra armadura se vuelve más dura y, al mismo tiempo, más frágil, haciendo la reconstrucción más complicada.
Conocemos los secretos, nos damos cuenta de la realidad y sabemos leer entre líneas, pero uno nunca está preparado para desligarse de la idea del padre como mentor, protector y héroe.
Aliviar el dolor para convivir con la pérdida
Obsérvese que no hablamos de superar la pérdida, sino de convivir con ella. Se puede superar la pérdida de unas llaves e, incluso, de nuestro juguete favorito, pero superar la pérdida de un padre es imposible.
Esto debe entenderse así porque si nos pretendemos convencer de que la pérdida de nuestro padre no nos va a importar, estaremos construyendo castillos en el aire. Es una irrealidad creer que algo con tanta carga afectiva puede llegar a no importarnos en absoluto.
Elaborar y gestionar la huella del abandono de un padre requiere un perdón individual y familiar que no siempre es fácil de lograr. Si nuestro entorno castiga constantemente a la figura de nuestro padre, si observamos gran dolor en nuestra madre, en nuestros hermanos o en nuestros abuelos, probablemente proyectemos ese mismo duelo en nuestro interior.
Hacernos conscientes de esto se traduce en avance, pues tenderemos a separar el dolor de los demás y el nuestro. Obviamente, ambos conforman un cóctel que nos hará vulnerables en cierto modo para siempre.
Pero si cercamos el vínculo de sufrimiento y encapsulamos cada hecho de manera aislada, lograremos alcanzar una mayor comprensión de los hechos. Esto nos ayudará a no almacenar el dolor ni las emociones que lo acompañan para seguir dando pasos ligeros en nuestro camino emocional.