Todas las culturas cuentan con ritos funerarios. Estas ceremonias, y todas sus etapas, tienen un gran valor pues nos permiten aceptar en diferentes planos la pérdida sufrida.
De manera sorprendente, no solo los seres humanos practican ritos funerarios, sino que también lo hacen algunos animales. Obviamente, en nuestra especie dichos ritos tienen una mayor elaboración y variedad que en otras. Sin embargo, este hecho ya nos sugiere la importancia que estos rituales tienen.
La evidencia científica nos dice que la muerte es un hecho absoluto y determinante. Por más que sea un suceso natural, no por ello deja de constituir un misterio. A su vez, todo lo misterioso suele tener una connotación sagrada, en mayor o menor medida. Por eso, en todas las culturas y en todos los tiempos, desde que el humano es humano, hay ritos funerarios.
Así mismo, la muerte abre la puerta a lo infinito. Representa una transformación tan radical que no podemos aceptar como un hecho común (así sea el más común de los hechos). Para eso necesitamos los ritos funerarios: para aceptar la muerte, para tramitar los sentimientos que nos origina y para escenificar un punto de cambio.
Los ritos funerarios y la aceptación
Los ritos funerarios son una parte muy importante del proceso de duelo. Básicamente constituyen una pausa en la rutina para iniciar el proceso de aceptación, uno de los más difíciles y desconcertantes del duelo. Ayudan a que, tanto en el plano colectivo como en el individual, se admita la existencia de una pérdida.
Parte de ese proceso de aceptación implica un último contacto con esa persona que murió. Aunque sabemos que está muerto, probablemente sentimos la necesidad de acercarnos a esa persona para agradecerle, reconocer sus buenas acciones o para ponernos en paz con ella de alguna forma.
En Tótem y tabú, Sigmund Freud señala que muy frecuentemente los muertos se convierten en una presencia persecutoria. Nuestro inconsciente infantil y algunas creencias religiosas o populares, nos llevarían a pensar que pasaron a un plano desconocido y adquirieron poderes sobre el mundo de los vivos. Podrían “volver” para “saldar cuentas”. Viéndolo desde esta corriente de pensamiento, por eso querríamos quedar en paz con ellos.
La muerte y el fantasma perseguidor
De una u otra manera, toda persona fallecida nos persigue. Creamos o no en el mundo espiritual, todo muerto “retorna” a nuestras vidas. Muy frecuentemente experimentamos culpa cuando una persona muere. Culpa porque él está muerto y esto lo sumerge en una suerte de soledad que desconocemos por completo.
También culpa porque nosotros tenemos “la ventaja de la vida” sobre él. Y, obviamente, culpa por lo que “debimos decir y no dijimos”, por lo que “debimos hacer y no hicimos”. Fácilmente comenzamos a hacer inventario de todos los supuestos errores que cometimos con esa persona y ya no podemos reparar.
Esa culpa es “la persona fallecida, señalándonos”. Persiguiéndonos. Los ritos funerarios también sirven para moderar y gestionar esos sentimientos persecutorios que se apoderan de nosotros cuando alguien muere. Nos dan una oportunidad para iniciar ese proceso de ponernos en paz con el que se fue y con nosotros mismos.
El rito y la expresión
Los ritos funerarios también nos dan una oportunidad muy valiosa: la de manifestar nuestro dolor de viva voz, sin que seamos juzgados por ello. En estos rituales hay una especie de “permiso” social para llorar, para estar tristes e incluso experimentar cierto descontrol. Fuera de esos rituales, este tipo de comportamientos se tornan algo sospechosos.
El hecho de que el dolor se viva de forma colectiva también otorga consuelo. Aunque cada quien vive el sufrimiento de una manera particular, en los rituales funerarios el dolor es compartido y esto conforta. Su efecto es muy positivo, especialmente en ese momento inicial donde prima el estupor y gana fuerza la tentación de negar la realidad.
La compañía de los demás brinda la oportunidad de exteriorizar los sentimientos que se experimentan por aquella persona que se fue. Hablar de esa persona y retroalimentar mutuamente su recuerdo es algo que matiza el dolor. En ese sentido, también juega un papel terapéutico claramente eficaz en estas situaciones.
Los rituales funerarios, finalmente, también son una manera de honrar la memoria del que se fue. Es un acto de consideración, de respeto y de valoración. Quizás no le sirva de mucho a la persona fallecida, pero a los vivos sí les permite configurar gestos de afecto y prodigarlos. Expresiones póstumas que al menos dejan la sensación de “haber amado” por última vez. Ese solo hecho le da sentido a los rituales de despedida.
Por: Psicólogo Sergio De Dios González