Jugar es uno de los mejores escenarios para evadirnos de aquello que nos agobia. Es también un medio para bajar el nivel de estrés y recuperar la vitalidad en momentos de agobio. En la vida adulta también es conveniente abrir un espacio para que sea ocupado por el juego.
Jugar es un patrón conductual diferenciado en casi todos los animales. Los perros, por ejemplo, son unos incansables jugadores. No importa la edad que tenga un perro, siempre podrás proponerle algún juego que él esté dispuesto a aceptar. Lamentablemente, con los seres humanos no ocurre lo mismo.
En los seres humanos, de alguna manera, parece un patrón relegado a la infancia o encapsulado en determinados espacios. La mayoría de los adultos entierran el juego debajo de una gran lista de obligaciones. Por otro lado, en muchos casos pasamos a ser más espectadores que jugadores. Por eso las competiciones televisadas y los realityes tienen buena audiencia entre los adultos.
En realidad, sacar el juego de nuestras vidas es un gran error. El antropólogo J. Huizinga acuñó la expresión Hommo ludens para dar a entender que el juego forma parte esencial de nuestra constitución como seres humanos. Si bien es cierto que no se trata de una actividad tan espontánea y permanente como en los niños, sí constituye un buen seguro para nuestra salud mental.
Jugar, una necesidad que no desaparece
Aunque no lo notemos, dentro de nosotros siempre hay un yo que quiere jugar. Es decir, que quiere realizar actividades divertidas e inútiles, motivadas solo por el placer de llevarlas a cabo. En la vida adulta, el juego sigue teniendo los mismos beneficios que en los niños. Esto es, nos ayuda a socializar, a aprender y a afrontar mejor la realidad.
Una buena parte de los adultos jóvenes, entre los 25 y los 35 años, eligen los videojuegos como su opción para divertirse. De hecho, este es el segmento de población que con mayor frecuencia acude a ese tipo de entretenimiento, por encima de los adolescentes. No tiene nada de malo, pero sí es limitante, ya que por lo general se trata de experiencias que se suelen vivir en solitario. Más que divertirnos, nos entretienen. Nos ayudan a “pasar el tiempo”.
Para otros adultos, ver partidos de fútbol o concursos por televisión les ayuda a satisfacer su necesidad de juego. Otros, a veces, convierten el juego en una obsesión y entran en el terreno de la ludopatía. Se trata de una distorsión, o perversión, del acto de jugar. A la satisfacción que puede derivar de ello se opone una dosis todavía mayor de sufrimiento.
La libertad y las obligaciones
Muchos adultos piensan que jugar es una pérdida de tiempo. Creen que la vida adulta debe estar sujeta a actividades “serias”, asociadas con el trabajo y el compromiso. Así mismo, estandarizan su forma de acceder a las actividades lúdicas, reduciéndolas a, generalmente, ser espectadores (de un cine u otro espectáculo, por lo general).
Los viajes han venido cobrando importancia, precisamente porque representan uno de esos pocos espacios en los que es posible jugar. Y es que jugar es involucrarte de lleno en algo que no tenga un propósito práctico inmediato. Dejar que salgan nuevas facetas de tu personalidad, que no estén estandarizadas. Asombrarte. Reír.
Si un adulto le da lugar al juego en su vida, puede ganar mucho. Una vida integral combina compromisos y libertad. En esta debe hacer espacios para amar, trabajar, jugar y pensar. Una combinación armónica entre todos estos aspectos da como resultado la buena salud mental.
Aprender a jugar otra vez
Los juegos de los adultos no son iguales a los de los niños, al menos en la forma. No nos atrae tanto pasar horas y horas jugando a la rayuela o a la “gallina ciega”. Lo que sí debe estar presente es el entusiasmo, la alegría y la creatividad. En alguna parte de nosotros están todos esos sentimientos y todas esas habilidades. No se olvidan nunca.
Todas las artes, siempre que no estén guiadas por algún interés figurativo o económico son una forma de jugar. La música, la pintura, el teatro, la danza y todas las disciplinas artísticas son juegos para todas las edades. Los mejores juegos, los que más nos aportan, son los que implican cooperación y grupo. No conoces bien a alguien hasta que no juegas con él.
Lo ideal es que el juego se dé en un ambiente cálido y acogedor, entre grupos pequeños y democráticos. Principalmente deben permitir la espontaneidad, eliminando las críticas y la competencia insana. La mente y el cuerpo necesitan continuamente de ratos para jugar. Esta actividad nos hace crecer y ser mejores. La pregunta es: ¿a qué te gusta jugar?
Por: Gema Sánchez Cuevas