Existen emociones desagradables, como la ira y el enfado, que esconden mensajes reveladores. Estas emociones nos están transmitiendo algo muy profundo sobre nosotros: miedos que somos incapaces de reconocer y aceptar.
¿Por qué no queremos reconocer nuestros miedos? Las trampas de nuestros pensamientos nos empujan a caer, una y otra vez, en el enfado, la rabia y el malestar. Acabamos así por encontrarnos a merced de nuestros razonamientos, al quedarnos con un análisis consciente y superficial de nuestros miedos.
Vivimos bajo una presión social, donde los miedos están considerados como una vulnerabilidad, algo que nos hace débiles. Tenemos esa creencia que nos hace enterrar nuestros miedos a nuestro subconsciente. Es así como se revela bajo la apariencia de ira ante situaciones que escapan de nuestro control, que forman parte de nuestros temores más profundos.
Es más fácil sentir la ira que reconocer el miedo
Estamos más habituados a ver personas enfadarse y caer en la ira, que a ver personas capaces de reconocer sus miedos. Nos obstinamos en la ira, manifestándola ya sea hacia nosotros mismos (produciendo respuestas psicosomáticas), o exteriorizándola. En el segundo caso, la proyectamos hacia los demás basándonos en la creencia de que ha sido otra persona o una situación lo que nos ha hecho sentir ese gran enfado convertido en ira.
Gestionar la ira tampoco nos resulta sencillo, aunque sí estamos más familiarizados con ella que con el miedo. Se encuentra a un nivel más superficial y es por eso que en ella se ocultan otros asuntos, aquellos que no hemos atendido o que no estamos preparados para afrontar.
Seguro que te has encontrado con personas que están siempre enfadadas, parece que forma parte de su carácter, sin embargo, tras esa actitud existen muchos motivos que la están manteniendo. La ira solo sería la punta del iceberg, lo que podemos ver.
Cuando reprimimos nuestro enfado
Cuando el enfado se presenta en nuestras vidas y no entendemos sus causas, comenzamos a darle vueltas sobre lo ocurrido, intelectualizamos la emoción y acabamos por no permitirnos sentir la rabia y el dolor.
No entendemos ciertos enfados, los consideramos desproporcionados, injustificados y sin sentido, en muchas ocasiones. Nos atrevemos a juzgar lo que sentimos con la pretensión de no sentirlo. Les restamos valor y los vamos guardando en nuestro sótano interno. Lo cierto es que aparecen por una razón aún más profunda y estamos anulando toda posibilidad de comprender y atender dicha razón.
Nuestra tendencia habitual es la de separar la mente de las emociones, dejando que sea la mente quien se encargue de apaciguar lo que sentimos, olvidándonos así de nuestro cuerpo y nuestros sentimientos.
Nos liberamos de la ira comprendiendo nuestros miedos
Tenemos un repertorio de miedos bastante grande, que han sido alimentados desde nuestra infancia, reforzados por la sociedad y ampliados por nuestra falta de auto-conocimiento. No cabe duda de que los responsables y los encargados de atender estos miedos somos nosotros mismos.
Cuando somos capaces de responsabilizarnos de nuestros miedos, somos a su vez capaces de no juzgarnos ante lo que sentimos y experimentamos. Es en este punto es cuando ya no tenemos la necesidad de culpar, manipular y mentir. Al darnos cuenta de que nos somos los responsables de lo que sientan los demás, ya que solamente lo somos de lo que sentimos nosotros.
Estos son algunos ejemplos que sirven especialmente para cuando los enfados son recurrentes: un enfado porque alguien no haya llegado puede estar indicando un temor al abandono. Un enfado por algo que nos hayan dicho y no nos haya gustado, puede indicar miedo a la falta de reconocimiento o a que ya no nos amen.
Los miedos están arraigados a enfados que son recurrentes. Aparece la ira abarcando cada vez más situaciones, y nos encontramos con rabia creyendo que son los demás quienes la generan. Esto impide que exploremos nuestros miedos y nos hagamos cargo de ellos, privándonos así de la oportunidad de comprenderlos y sanarlos.
Por: Rafa Aragón