Hay personas capaces de doblarse como un Pretzel con el fin de complacer a otros y agradarles en cada momento y circunstancia. El miedo a la desaprobación o a decepcionar a quien amamos nos puede romper por la mitad en el momento menos pensado.
El síndrome de Pretzel hace referencia a esa conducta en la que una persona se dobla, se deforma y altera su forma original para adaptarse al entorno y a quien le rodea. La conformidad como estilo de vida nos pasa factura tarde o temprano, porque siempre llegará un instante en el que acabaremos con la autoestima rota, partida por la mitad como esos deliciosos panecillos salados en forma de lazos.
La trampa de la complacencia es una pendiente altamente resbaladiza en la que podemos caer de vez en cuando. Lo hacemos a menudo por un sentido básico de supervivencia: sin nos ajustamos a lo que otros esperan de nosotros tendremos su aceptación y por tanto nos sentiremos integrados. Y la integración, formar parte de un grupo social, ha sido para el ser humano a lo largo del tiempo algo esencial.
Todo ello es cierto, pero hay límites, hay alambradas que es necesario no sobrepasar. Ser camaleones sociales y dominar el arte de decir lo que los demás quieren escuchar doblega la identidad. Aparentar lo que otros quieren ver, retuerce nuestra dignidad y nos aboca a un sufrimiento silencioso en el que descuidarnos hasta límites patológicos y altamente peligrosos.
Síndrome Pretzel: ¿lo padeces?
“Vive la vida que quieres”, nos dicen. “Sé tú mismo”, nos repiten. “Construye la realidad qué sueñas de verdad”, nos insisten. Sin embargo… ¿cómo hacerlo si vivimos en una sociedad que nos insta a la homogeneidad, a ser individuos iguales consumiendo las mismas cosas? Resulta difícil mostrarnos de manera auténtica cuando lo diferente sigue llamando en exceso la atención.
Toda esta realidad la descubrimos de manera temprana en nuestra infancia. La escuela es ese primer escenario en el que se asientan las raíces del síndrome Pretzel: nos convertimos en seres capaces de doblegarse para agradar, generamos formas con nuestra personalidad y actitud para gustar a los demás. Somos como esos panecillos tan atractivos que al saborearlos, nos sorprenden por lo salado.
Aparentamos esa forma atractiva de corazón que combina tan bien con todo, pero que tienen poco de dulce. La contradicción también se integra en quien se obsesiona por complacer y gustar, porque por fuera dan una imagen y en su interior se esconde el germen de la ansiedad y los ingredientes de la depresión. Porque cuando te diluyes para gustar dejas de ser tú mismo.
La necesidad de agradar se nutre del miedo
El síndrome de Pretzel no tiene categoría diagnóstica ni aparece en ningún manual. Se trata solo de poner una etiqueta llamativa para un comportamiento concreto que vemos con frecuencia en nuestro día día. La necesidad de agradar y la complacencia son dos recursos que usa el ser humano como pegamento social. Es decir, queremos gustar para formar parte de un grupo y también para recibir refuerzos con los que fortalecer nuestra autoestima.
Si nos preguntamos por qué lo hacemos, la respuesta es simple: por miedo. El temor es el instinto que más nos supedita y que más gobierna la conducta del ser humano. Nos da miedo no ser aceptados por nuestros iguales en el colegio y estar solos. Nos angustia no integrarnos en el entorno laboral y sufrir mobbing. Y nos preocupa también decepcionar a la familia y generarles sufrimiento.
Por otro lado, hay otro fenómeno llamativo que vemos cada vez más. En un estudio realizado en la Universidad Duquesne de Pittsburg (Estados Unidos) se nos recuerda que también en las redes sociales se busca casi a la desesperada gustar y captar ese refuerzo externo a través del like.
En estos escenarios también nos “deformamos” y adaptamos formas sugerentes para parecer más atractivos, brillantes y originales con el fin de captar refuerzos.
El síndrome Pretzel y el camino sinuoso de la búsqueda de aprobación
El síndrome de Pretzel nos dice que, en ocasiones, estamos casi obligados a doblegar “algunas pequeñas partes” de nosotros mismos para adaptarnos. Hay veces en las que es necesario ceder en ciertos aspectos para mejorar la convivencia. Podemos, por ejemplo, renunciar a algo por nuestros hijos, pareja o familia. Pero estas son situaciones muy puntuales y ocasionales en nuestra vida.
El problema llega cuando es una constante, cuando nos convertimos en auténticos camaleones sociales orientados solo a hacer felices a los demás, a agradar mientras nos doblegamos. Esta forma de vida no supedita a buscar siempre refuerzos externos para sentirnos bien. Poco a poco, acabamos valorando más lo que otros dicen de nosotros que aquello que pensamos de nosotros mismos.
Dejar de doblegarnos para vivir mejor ¿cómo hacerlo?
El síndrome Pretzel suele integrarse en nosotros desde la infancia, desde que quedamos supeditados a buscar la aprobación de nuestros padres. Nutrirnos en exclusiva de aquello que otros esperen de nosotros nos drena el bienestar psicológico. Para dejar de doblegarnos y mostrar siempre esa imagen irresistible con la cual, encajar en casi cualquier escenario, debemos tener presente los siguientes aspectos:
- Opinar diferente no es una falta de respeto, es un ejercicio de autenticidad.
- Nuestro estado emocional no puede ni debe partir en exclusiva de lo que otros digan o piensen de nosotros. La principal referencia de bienestar es uno mismo.
- Aprender a decir “no” puede salvarnos del sufrimiento inútil que se escribe en la necesidad constante de complacer.
- Gustar a todo el mundo es una quimera e intentarlo un ejercicio inútil.
- La verdadera forma de ser feliz empieza por ser capaz de tomar decisiones por nosotros mismos, sin esperar a saber lo que otros opinen al respecto.
Para concluir, el síndrome de Pretzel se rompe cuando empezamos a buscar nuestra propia aprobación. Nada resulta más atractivo que quien es su propio referente, su propia brújula en un mundo donde casi todos siguen una misma dirección sin saber si realmente desean ir allí.
Por: Psicóloga Valeria Sabater